Un día de no hace mucho tiempo me desperté y era
de esas veces que al despertar no hay separación entre la vigilia y
el sueño, que estás ahí en terreno de nadie, o quizá mejor dicho,
en un terreno especial, tal era el impacto que lo que soñe había
causado en mí.
Lo que soñé no lo recuerdo bien, sólo
sé que estaba en un lugar iluminado agradablemente. Era como un
museo, la sala de algún palacio, un lugar oficial, no sé, y allí
estaba yo, no sé lo que hacía, quiza andaba de visita
recorriéndolo y todo eso. Y la estancia era bonita, grande, amplia,
con techos altos, más o menos grandiosa, con objetos interesantes,
bien, el conjunto estaba muy bien; entonces mis ojos encontraron un
objeto maravilloso, con un diseño alucinante, de una belleza que no
había visto nunca en ningún objeto fabricado, ni en la realidad ni
en los sueños: era una lámpara, una lámpara rusa ¿? Sí, una
lámpara rusa: “Pero y esto...¿cómo puede ser?" sentí exclamar en mi sueño absolutamente admirada.
No puedo describirla, ni siquiera
cuando me desperté. Era de cristal, dejaba pasar la luz a su través
y la reflejaba de una forma embriagadora y suave, como si la
trasparentara: era etérea, de un diseño inconcebiblemente perfecto,
fabuloso, de ella emanaba algo en estado puro y yo me preguntaba cómo
había podido alguien concebir aquello y plasmarlo así. Y seguía
anonadada sin poder quitar los ojos de aquel objeto y me desperté
de la impresión. De inmediato me llené de alegría de por haberlo hecho y poder retener todavía algo de aquel objeto, y estuvo bien porque así pude guardarlo en la memoria. ¿De dónde sacó
mi cabeza aquello? fue la siguiente pregunta ya más espabilada. No lo
comprendía. Me sentí afortunada.
¡Cuántas veces he pensado cómo me
gustaría poder transmitir esa imagen,
algo así como poder proyectarla en el aire, una especie de impresora
3D conectada con el cerebro a voluntad estaría bien.
¡Ay!
Kapustin, Intermezzo, por Elizaveta Frolova
Vasil Peshkun, Tenderness