Mariplatónica desde 1996 y antes

He conseguido ser de muchos pocos como decían mi padre y mi abuela

sábado, 12 de agosto de 2017

Tuteo en todo su sentido

Estanterías de casa, allí estaba ese libro que era un tomaco, ocupaba un lugar importante.



 
Y luego veía a mi padre leerlo. Tomaba notas de los libros, subrayaba. De vez en cuando hacía comentarios sobre él a todos; yo le escuchaba con expectación y mucha curiosidad porque lo alababa con frecuencia, decia que era un gran libro, que era formidable y estaba fascinado. “Todavía no es el momento de que lo leas” me dijo cuando mostré mi interés por hacerlo, “ya lo harás cuando seas mayor”.




Nunca se metía en mis lecturas, o muy poco, pero vigilaba de cerca. Casi se podía coger todo lo que había por allí.Y había muchas cosas.

Lo cogí hace mucho tiempo, el ejemplar de mi padre, la letra era muy pequeña, abandoné.

Y lo volví a coger hace cuatro o cinco años, ya no sé, perdí casi desde el primer momento la noción de mi tiempo con ese libro, cosa que hace muy poco me hizo sonreír al leer el análisis del narrador precisamente sobre todo esto: el tiempo de la narración, el tiempo de la música... Puf! Magnífico, inquietantemente profundo y clarificador, todo para entender el tiempo de la obra arte y el tiempo de la experiencia estética, de la vivencia estética, pasando antes por la posibilidad de la narración del tiempo en sí. ¡Dios del cielo!

¿Puede narrarse el tiempo, el tiempo en sí mismo, por si mismo y como tal? No, eso sería en verdad una empresa absurda. Una narración en la que se dijera:“El tiempo transcurría, se esfumaba, el teimpo fluía” y así sucesivamente... Ningún hombre en su sano juicio consideraría algo así como un relato. Sería, poco más o menos, como si se pretendiese mantener fébrilmente una única nota, o un único acorde durante una hora y eso se hiciera pasar por música. El tiempo es el elemento de la narración, como también es el elemento de la vida; está indisolumblemente unido a ella, como a los cuerpos en el espacio. El tiempo es también un elemento de la música, que como tal mide y estructura el tiempo, lo convierte en algo precioso que se nos hace muy breve, en lo que, como ya se ha dicho, se asemeja a la narración, que igualmente (y a diferencia de la obra plástica, que se hace patente de una manera inmediata y sólo está unida al tiempo en tanto que es un cuerpo) no es más que una sucesión de elementos en el tiempo, pues es imposible presentarla de otro modo que no sea en forma de desarrollo y necesita recurrir al tiempo, incluso aunque intentase estar completa y cerrada en cada instante. Estas son cosas evidentes. Pero no es menos obvio que existe una diferencia entre la narración y la música. El elemento temporal de la música no es más que un fragmento del tiempo humano y terrenal en el que ésta se vierte para exaltar y ennoblecer al hombre hasta un punto indescriptible.Por el contrario, la narración comprende dos tipos diferentes de tiempo. En primer lugar, su propio tiempo, el tiempo musical y real que determina su desarrollo y su existencia; en segundo, el tiempo de su contenido, que se presenta siempre en perspectiva, pudiendo ser la perspectiva tan sumamente distinta en cada caso que el tiempo imaginario de la narración puede desde coincidir por completo con su tiempo musical hasta estar a años luz de distancia uno del otro.

Una pieza musical titulada “Vals de los cinco minutos” dura cinco minutos. En eso y en nada más consite su relación conel tiempo. Sin embargo, una naración que reogiese la acción desarrollada a lo largo de cinco munutos podría durar, a su vez -si describiese hasta el último detalle de dichos cinco minutos- mil veces más: y al leerla se nos podría hacer corta, aunque fuese muy larga en relación con el tiempo de lo narrado o imaginado.


Hans Castorp inspeccionó todo aquello, lo clasificó y escuhó pequeñas muestras que le trasportaron a un mundo sonoro más alá de la realidad. Se fue a dormir excitadísimo y a una hora tan avanzada como la de aquella primera fiesta en la que Pieter Peepperkorn y él ya estuvieron a punto de tutearse, y desde las dos hasta las siete de la mañana estuvo soñando con el cofrecillo mágico. En sus sueños […] Ahora bien, tanto en sueños como despierto, seguía resultando un absoluto misterio cómo era posible que una simple aguja, recorriendo aquella línea más fina que un cabello sobre una caja de resonancia, con la única ayuda de la pequeña membrana del cabezal, pudiera reproducir las complejas sonoridades de todos aquellos instrumentos que inundaban la imaginación del durmiente.

Pues lo que sentía, vivía y disfrutaba, en última instancia, mientras -con las manos juntas- miraba cómo brotaba todo aquel universo sonoro por entre la reijilla del altavoz del cofrecillo mágico, era el triunfo del ideal que representaba la música, el arte, el espíritu humano, la suma e irrevocable sublimación que la música operaba sobre la vulgar fealdad de lo real.



La novela ha viajado conmigo y yo he viajado con la novela (a ver quién es el guapo que no hace un viaje al leerla, digo yo). Bueno, yo sabía que esto último iba a ser así. Así que me lo tomé con calma, no, no es eso, ese viaje tendría su ritmo, propiciado por la propia novela, por el extraño tempo de esa novela, que al incidir en mí y en mi propio tempo, daría como resultado mi tempo con La montaña mágica, mi tempo con y en ese viaje.




Pues en los últimos tiempos he pasado varios veranos en el Berghof, deseando, como siempre, bajar al mundo de abajo. Lo más sorprendente para mí es que, ya casi al final de la novela, me di cuenta de que muchos veranos de mi vida, sobre todo los de la niñez y la adolescencia, los había pasado parcialmente en mi Berghof (que es más caluroso y menos bonito), y para más sorpresa mía, recordé súbitamente, no hace ni una semana, el sanatorio que había enfrente de mi casa del Nº 8.

En los veranos yo pasaba mucho tiempo en el balcón o en las ventanas, también en la calle jugando y corriendo, pero mucho también en casa, (ya se sabe que el tiempo es muy dilatado a esas edades y da para mucho). Bueno, pues una de las cosas que veía era aquel sanatorio y me producía una difusa pero profunda desazón que me impreganaba sin yo darme cuenta. Veía a los familiares entrar en las horas de visita por la puerta principal; entonces, en los balcones y ventanas ya no asomaban los enfermos solos, como lo hacían intermitentemente a lo largo del día, sino que ahora aparecían más rostros y cuerpos. Yo me alegraba: “hombre, han venido a verlos, estarán contentos” aunque sabía que era por un tiempo. Pero la escena se repetiría. Vale.
No me acordaba de ese sanatorio. Tampoco recordaba si todavía existe o no, y eso que paso con mucha frecuencia por allí.

En fin, en aquellos días, y sobre todo, por las tardes, yo tenía ratos de un gran aburrimiento, lo llamaba aburrimiento entonces, pero era autético aburrimiento y algo de desesperación, y tristeza, una tristeza casi muda. Se lo decía a mis padres y a Marta; a veces surtía efecto y Marta y yo jugábamos a algo, y la cosa cambiaba y se tornaba alegre, otras me prometían un plan: “Ahora cuando baje el sol, salimos y damos un paseo”. Y salíamos y dábamos un largo paseo por el Malecón y, al volver, sin nunca pedirlo, mi padre siempre me compraba un helado, el que me diera la gana. En invierno era sustituido por dátiles o por unas maravillosas e insuperables tortitas de chicharrones caramelizadas en la base de una confietría muy céntrica que eran la delicia de los murcianos. El dueño era amigo suyo y tenía un bóxer que el pobre estaba casi ciego. El perro estaba simpre tumbado plácidamente en una esquina del local y se dejaba acariciar sin verte.

Pues recuerdo que yo, en mi desesperación y con mi tozudez, erre que erre seguía: “papá, me aburro”, “papá, no sé qué hacer...” pues más de una vez, desesperado él también me contestaba: “pues date coscorrones contra la pared”. Me río, me sonrío, pero entonces no me hacía ninguna gracia, es más, me dejaba sin salida, con aquella contestación mi queja se había acabado, nada que hacer, y me iba enfadada, cabreada, con él, conmigo misma y con la vida, sí, la culpa la tenía ella.

Ay, señor!




Bueno, vuelvo a la novela.

Pues Thomas Mann te transporta a aquel lugar, sientes la temperatura del aire, ves la luz, tocas las telas, degustas las comidas.

Hay una distancia con los personajes, pero es cercana. Lloré dos veces:
Y recordó entonces el “Por mí, como tú quieras” que le había contestado una tarde en el laboratorio de radioscopia cuando él había creeído necesario pedirle permiso para compartir la visión de ciertas intimidades.

Y me he reído muchas. El otro día en la peluquería, con el tinte en la cabeza y con ésta metida dentro de un secador, me tuve que reír; la peluquera, al sacarme de aquel aparato me dijo: “¡Qué bien he visto que te lo pasas! Has estado muy entretenida”. Yo asentía, de vez en cuando tenía que soltar una carcajada, ¡qué cabrón es! Un escritor cabrón muy elegante, con mucho sentido del humor, un hombre extremandamente inteligente, extremadamente. No se le escapa nada y es capaz de expresarlo con un precisión racional y poética anonadantes.

Pues aquí un momento en el que disfruté y me reí emocionada con nuestro héroe:

  • Usted ha hablado de un tuteo “en todo su sentido”. El nuestro también ha de tener todo el sentido...
  • Te saludo, Mynheer Peeperkorn -dijo Hans Castorp, y se puso de pie- Ve usted que venero mi justificado reparo y ya empiezo a practicar con tan osada forma de tratamiento. Es cierto, se ha hecho de noche. Imagino que, si Settembrini entrase en este momento, encendería la luz para que la razón y los sanos valores de la sociedad entrasen con él; es su punto débil. Hasta mañana. Me voy de aquí feliz y orgulloso como nunca hubiera imaginado. Ahora pasarás al menos tres días sin fiebre, durante los cuales podrá usted estar a la altura de cualquier circunstancia. Me alegro como si fuese tú. ¡Buenas noches!

La novela es hípnótica, racional, analítica, mística, dialéctica, poética. Cada palabra es como una pieza de un puzzle de dimensiones colosales, propongo, tontamente quizá, que extendamos a modo de un puzzle real todas las palabras con sus frases en un espacio,- bueno, eso es el libro, un puzzle formado por palabras que forman frases que forman escenas o reflexiones que se relacionan con todas las restantes partes del puzzle, eso en formato de páginas que se pliegan y se suceden llegando hasta un total de muchas-; lo que pretendo es visualizarlo de otra forma, no sé si me explico.

En fin, tiene algo que no se deja calificar.

Pues se llora, se ríe y se piensa (me atasqué con los debates y disquisiciones de Settembrini y Naphta); puf, la una de la madrugada, acabada la jornada y con la cabeza hecha un bombo no es el momento más adecuado para semejantes filigranas del pensamiento, así que no aguantaba más de una página y lo dejé por un tiempo. No me importaba, o no mucho: los libros se leen cuando se leen y no antes, como todo.

A veces sentía una pequeña inquietud, fruto de una época en la que la inquietud era grande: tenía como un poco de miedo de leer, es una novela que te atrapa, como toda buena novela, pero ésta te atrapa de una forma especial, sensualmente, intelectualmente y emocionalmente, nada de de uno queda al margen de la novela cuando se está dentro de ella, o ella dentro de ti: ni los sentidos ni la razón ni el corazón.

Pues un día, no sé con qué libro sería, tuve un extraño miedo: me dio miedo leer porque tenía como miedo a la enajenación, a no poder volver del libro, por decirlo de alguna manera. Y es que leer es algo muy extraño: tu ser entra en un mundo imaginario y pierde el contacto, hasta cierto punto, vale, pero entiéndaseme en lo posible, tu ser entra en otro mundo y pierde el contacto consigo mismo o con este mundo: ya no eres tú con tu personalidad, si el libro realmente te ha metido en él, a veces te sorprendes de hasta dónde has estado ahí y no aquí (en el mundo ordinario en el que uno está en cada instante); cuando algo te saca de ahí, una emoción muy fuerte que compartes o no compartes, un juicio estético o moral, no sé, entonces te das cuenta de que tu mente “estaba en otra parte”. Es maravilloso, fabuloso, pero, en algún momento, también vertiginoso. Yo flipo.
Y con este hombre, pues lo flipo del todo.




Dos o tres días antes de acabarla me telefoneó Estrella:

  • Hola, ¿qué tal? ¿qué haces?
  • Sigo leyendo La montaña mágica, me queda muy poco para acabarla. Estoy impaciente pero no puedo acelerar el ritmo.
  • Pero... ¿la estás subiendo o la estás bajando?
          Risas.
  • La estoy subiendo... y cuando llegue arriba pues miraré lo que se ve desde allí, y luego la bajaré.

Bueno, pues la acabé, la acabé el domingo por la mañana. El final me sorprendió completamente, absolutamente, jamás durante toda la novela hubiera podido sospecharlo ni mínimamente, pero nada. Y es que es, como dice el narrador acerca de los pensamientos de Hans Castorp a propósito del acontecer de los hechos:

No sabía cómo exactamente y prefería no hacer conjeturas al respecto, pues la experiencia le había enseñado que todo -hasta el hecho más nimio- transcurre siempre de un modo distinto al que uno tenía pensado

No podría, ni siquiera a mí misma, decir lo que he visto, aunque he visto muchas cosas.

Su discípulo no se pronunció ni a su favor ni en su contra. Dijo, encogiéndose de hombros, que como no estaba absolutamente claro qué era lo real, la realidad, tampoco se podía saber qué era un engaño. Tal vez no hubiese una frontera definida. Tal vez había transiciones entre una cosa y otra, grados diferentes de realiad en el seno de una naturaleza muda y neutral, grados de realidad que se resitían a una valoración que, obviamente, entrañaba un juicio moral.

Este libro, pensaba yo mientras lo leía, desarrolla la inteligencia. Suministra las claves esenciales de la totalidad de la esfera humana (humanóo).

Una frase te abre una puerta, y la otra otra, cada frase te lleva a un lugar y al final tienes muchas puertas abiertas a la vez con sitios que se comunican y vas saliendo y entrando de las unas a las otras y así. Frases simples -de las que el libro tiene cientos-, a veces de una sencillez y claridad impresionantes, te podían cerrar un pensamiento en ciernes que no habías terminado de formular en años y que quizá no lo hubieras hecho nunca. Y no pasa ni una vez ni dos. Me resulta imposible describir la perplejidad que todo esto me ha ido produciendo y los recuerdos y ensoñaciones que sus evocaciones han provocado en mí. Por todo esto digo que es un viaje.





miércoles, 1 de febrero de 2017

Momento Berlina




Iba en el autobús a ver a mi médico para que me examinara de las enfermedades de los fríos.

Y pensaba en la frase “He vivido”. Pensaba en más cosas pero al final he acabado pensado en ésa; más o menos el recorrido de mi pensamiento (a saltos quizá) era que la gente tiene, tenemos, ego, unos mucho, demasiado, y que es normal o natural, como se quiera. Miraba a la gente a través del cristal de la ventana y reflexionaba involuntariamente acerca de la condición humana, de nosotros, y se ha establecido una diferencia en mi pensamiento entre diversas clases de personas: las que tienen mucho ego porque no pueden dejar de ser así y las que tienen mucho ego porque no quieren dejar de ser así. Si renuncias, en la medida en que se puede, si renunciamos en algún grado a nuestro ego creemos que nos exponemos más al sufrimiento, que estamos en manos de los otros egos, y creo que, además de una cuestión moral y emocional, es una cuestión genética, de supervivencia pura y dura. Y nuestras vidas transcurren en ese ir y venir de nuestro ego al de los demás. Hay gente que supera mucho todo esto, y lo hacen porque lo deciden y lo sienten así, y esto los hace grandes, porque fácil no es.

Y la vida tampoco, eso pensaba también. Pensaba que tenemos derecho a quejarnos; para el que escucha nuestra queja es una pesantez, y lleva razón, pero en nuestro fuero interno creo que tenemos todo el derecho a quejarnos porque nuestra existencia mortal no es fácil. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Lo normal sería decir “Sólo Dios lo sabe”, lo cual forma parte de toda esta zozobra de nuestro vivir.

Y después pensaba que sea como sea nuestra existencia, si alguien puede decirse al final o en medio de ella “He vivido” pues que está muy bien, si alguien puede decir “He vivido” es porque así lo ha sentido, y porque le ha encontrado, como quiera que sea, un sentido a su vida o a la vida, o simplemente que “ha cumplido con ella” y esto no me parece una insignificancia, es sereno, y eso tampoco es una menudencia, me parece casi feliz, o como poco, algo que tiene que ver con una cierta y profunda plenitud así que nos lo deseo a todos, a los que están y a los que se han ido a otro lugar.

Pues hace apenas un rato escuchaba este tema fregando los platos, como no, y me ha venido a la mente la frase, quizá porque no se me había ido y quizá también porque esta canción ayuda a recordar que vamos viviendo, a sentir la vida, en Alfa Berlina o como sea.



                                                         El tema se llama Alfa Berlina






sábado, 21 de enero de 2017

Tarde rusa de sábado de invierno




Un día de no hace mucho tiempo me desperté y era de esas veces que al despertar no hay separación entre la vigilia y el sueño, que estás ahí en terreno de nadie, o quizá mejor dicho, en un terreno especial, tal era el impacto que lo que soñe había causado en mí.

Lo que soñé no lo recuerdo bien, sólo sé que estaba en un lugar iluminado agradablemente. Era como un museo, la sala de algún palacio, un lugar oficial, no sé, y allí estaba yo, no sé lo que hacía, quiza andaba de visita recorriéndolo y todo eso. Y la estancia era bonita, grande, amplia, con techos altos, más o menos grandiosa, con objetos interesantes, bien, el conjunto estaba muy bien; entonces mis ojos encontraron un objeto maravilloso, con un diseño alucinante, de una belleza que no había visto nunca en ningún objeto fabricado, ni en la realidad ni en los sueños: era una lámpara, una lámpara rusa ¿? Sí, una lámpara rusa: “Pero y esto...¿cómo puede ser?" sentí exclamar en mi sueño absolutamente admirada.

No puedo describirla, ni siquiera cuando me desperté. Era de cristal, dejaba pasar la luz a su través y la reflejaba de una forma embriagadora y suave, como si la trasparentara: era etérea, de un diseño inconcebiblemente perfecto, fabuloso, de ella emanaba algo en estado puro y yo me preguntaba cómo había podido alguien concebir aquello y plasmarlo así. Y seguía anonadada sin poder quitar los ojos de aquel objeto y me desperté de la impresión. De inmediato me llené de alegría de por haberlo hecho y poder retener todavía algo de aquel objeto, y estuvo bien porque así pude guardarlo en la memoria. ¿De dónde sacó mi cabeza aquello? fue la siguiente pregunta ya más espabilada. No lo comprendía. Me sentí afortunada.

¡Cuántas veces he pensado cómo me gustaría  poder transmitir esa imagen, algo así como poder proyectarla en el aire, una especie de impresora 3D conectada con el cerebro a voluntad estaría bien.

¡Ay!



                                     Kapustin, Intermezzo, por Elizaveta Frolova



                                                                Vasil Peshkun, Tenderness