Pues ésta fue la
primera noción que tuve de las alondras:
Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar
un cuento...
Los
domingos por la mañana eran los domingos por la mañana. Mi padre
empezaba la mañana, cuando todos estábamos ya en pie, con música
clásica, incluso antes de levantarnos, cuando nos sentía
despertarnos. Beethoven, ése era su preferido, y su Tchaikovsky
también, pero como le gustaba picar de todo varíaba bastante. Y no
sólo música clásica, también nos sorprendía con jazz, tangos y hasta música pop; sí, alguna vez mi padre le decia a Estrella:
“Pon
ese disco de los Beatles ...” Se refería a ¡Qué
noche la de aquel día!. Recuerdo
escucharle medio tararear medio cantar If
I fell en
la ducha, le encantaba. "¡Qué
padre más moderno!"
exclamaba yo en mis adentros entusiasmada.
Un día sí que me
dejó alucinada. “Mirad lo que he comprado, os va a gustar...”
Y sí que nos
gustó. Pido disculpas por el video, no ha sido fácil la elección, a
cuál más horrible, pero éste, aparte de espantarme, me ha dado
risa.
Mi madre, mientras
tanto, andaba líada en la cocina haciendo buñuelos o churros con
chocolate o lo que se le ocurriera, no he conocido una repostera
mejor, fabulosa. Hasta Jazmín, que no le gustaba la tarta de
manzana, decía que la de mi madre era algo exquísito, exquisito.
Bueno. Pues después
de la sesión musical matinal nos íbamos a la Iglesia. Mis hermanos
mayores desaparecían del mapa, así que sólo quedábamos Marta y
yo. Pues allá que nos íbamos. Nos portábamos muy bien, a veces
madrugábamos e ibamos a la Catedral a escuchar el órgano. Y
después el aperitivo: calamares... cosas ricas... y vermú, mi madre
siempre se tomaba uno, le encantaba, y mi padre muchas veces también,
casi siempre, y nos dejaban que lo catáramos, y también que fumara
en pipa.
En el
techo de nuestra habitación, de la habitacíón que compartía con
mis queridas hermanas, había grietas; eran como un mapa de España,
las dos, sí, no miento, una tenía el contorno tal cual la piel de
toro, y la otra casi: ¿cómo es posible que el asentamiento de una
casa produzca dos grietas tan parecidas? Pues era así, lástima no
tener fotos.
Y en el comedor
también había grietas. Ay, Dios mío, qué mal llevaba yo aquello.
Lo llevaba tan mal que no quería que ninguna compañera del colegio
fuera a mi casa. ¿Por qué mis padres no empapelaban la casa? ¿Por
qué no arreglaban aquello? ¿Por qué los padres de los demás
tenían sus casas coquetas y arregladas y los míos no?
Bueno, todos los
días me iba a la confitería al salir del colegio y me compraba un
dulce, el que quería. Y mis bocadillos matinales eran de un jamón
fantástico o de salchichón de Vich. La gente tenía casa en la
playa y demás, mi padre aparecía de vez en cuando con regalos para
todos: ahora un reloj, no cualquier reloj, no, ahora con una joya. Mi
madre tenía grietas en el techo y el frigorífico en el salón pero
no le faltaba el abrigo más chic, ni el bolso más exquísito. Ni a
nosotros. “Amanda, salimos mañana con ellas y les compramos...”
Mi madre asentía, claro, y allí que nos íbamos a la zapatería, o
la boutique o a dónde fuera. Recuerdo un abrigo de cheviot precioso,
a mi gusto, porque nos dejaban elegir.
Eran
personas sencillas (qué palabra más bonita), bueno, lo eran de
verdad, cosa que entonces yo no entendía. Hicimos la comuníon; mi
hermana y yo hicimos la comunión juntas con otros niños, (recuerdo
que yo leí un fragmento del Libro del Deuteronomio), pues al acabar
la ceremonia el sacerdote se dirigió a mis padres y los felicitó,
los felicitó porque mi hermana y yo íbamos vestidas de corto, con
un traje blanco y azul de flores delicadísimo, precioso, pero la mar
de sencillo, y corto. ¿Qué niña no quería ir ese día con un
traje largo y pomposo de blanco? Pues todas iban así menos mi
hermana y yo, y en la cabeza llevaban diademas de flores y casquetes
y todo eso, y nosotras un pasador de pedrería blanco y ya está.
¡¡¡Anda que la
vida no me ha ofrecido ocasiones después de ponerme de largo!!!!
Pues creo que sólo lo hice en la boda de mi querida Violeta, y en el
diseño me ayudó mi madre. Le encantaban las telas. Era
sencillísimo, una tela negra preciosa, sedosa, con una caída suave
y unos tirantes en la espalda que ella me ayudó a elegir
verdaderamente bonitos.
A mi padre le gustaba el fútbol. “Esta tarde juega la selección... ¿te apetece
venirte?” Yo estaba deseando que me lo dijera: “pues claro”. Y
nos íbamos los dos, porque era a los únicos que nos gustaba. A veces nos encontrabamos con algún amigo suyo allí, otras
no. Y yo recuerdo que iba de su mano, yo fui de la mano de mi padre
hasta los doce años y pico. Me acuerdo de pensar “soy ya muy
mayor para ir así, las otras niñas ya no van de la mano de nadie”,
pero a mí me daba igual, por ahí sí que no pasaba, yo iba de la
mano de mi padre, ni vergüenza ni leches.
Luego vino la
adolescencia, y ahí las Leyes pesaban mucho, y ya no salía con mis
padres. Bueno, todo tiene su momento, después vuelves.
Él era del Madrid,
yo también, como no podía ser de otra manera. Veíamos los partidos
juntos por la tele. No recuerdo ver al Madrid en La Condomina pero sí
que recuerdo la tarde en que jugamos con el Barsa y ver a Croiff en
sus mejores tiempos.
¿Qué hacía el
frigorífico en la comedor? Tampoco aquello me gustaba nada (ahora me
encanta). Pues muy sencillo, la cocina era pequenísima, así que no
cabía, pero aquello no era un salón normal, y yo quería un salón
normal. “¡Qué tonta más grande!”, como decía algunas veces mi
madre, entre la compasión y el humor, cuando la gente era
verdaderamente tonta.
Cuando nos
cambiamos de casa, ya en la adolescencia, recuerdo que mi madre
estaba como loca porque iba a tener una cocina grande y estupenda. Y
así fue. Y recuerdo también llorar y llorar porque no me quería ir de
aquella casa, y encerrarme a escuchar a Rachmaninoff. Aquella tarde
no tenía consuelo. Vivíamos en el Nº8.