Mariplatónica desde 1996 y antes

He conseguido ser de muchos pocos como decían mi padre y mi abuela

martes, 26 de abril de 2016

Alondra, II

  Pues ésta fue la primera noción que tuve de las alondras:

Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar;
tu acento:
Margarita, te voy a contar 
un cuento...

                       
                                                                                   
Los domingos por la mañana eran los domingos por la mañana. Mi padre empezaba la mañana, cuando todos estábamos ya en pie, con música clásica, incluso antes de levantarnos, cuando nos sentía despertarnos. Beethoven, ése era su preferido, y su Tchaikovsky también, pero como le gustaba picar de todo varíaba bastante. Y no sólo música clásica, también nos sorprendía con jazz, tangos y hasta música pop; sí, alguna vez mi padre le decia a Estrella: “Pon ese disco de los Beatles ...” Se refería a ¡Qué noche la de aquel día!. Recuerdo escucharle medio tararear medio cantar If I fell en la ducha, le encantaba. "¡Qué padre más moderno!" exclamaba yo en mis adentros entusiasmada.
 Un día sí que me dejó alucinada. “Mirad lo que he comprado, os va a gustar...”
  

   

Y sí que nos gustó. Pido disculpas por el video, no ha sido fácil la elección, a cuál más horrible, pero éste, aparte de espantarme, me ha dado risa.

Mi madre, mientras tanto, andaba líada en la cocina haciendo buñuelos o churros con chocolate o lo que se le ocurriera, no he conocido una repostera mejor, fabulosa. Hasta Jazmín, que no le gustaba la tarta de manzana, decía que la de mi madre era algo exquísito, exquisito.




Bueno. Pues después de la sesión musical matinal nos íbamos a la Iglesia. Mis hermanos mayores desaparecían del mapa, así que sólo quedábamos Marta y yo. Pues allá que nos íbamos. Nos portábamos muy bien, a veces madrugábamos e ibamos a la Catedral a escuchar el órgano. Y después el aperitivo: calamares... cosas ricas... y vermú, mi madre siempre se tomaba uno, le encantaba, y mi padre muchas veces también, casi siempre, y nos dejaban que lo catáramos, y también que fumara en pipa.



En el techo de nuestra habitación, de la habitacíón que compartía con mis queridas hermanas, había grietas; eran como un mapa de España, las dos, sí, no miento, una tenía el contorno tal cual la piel de toro, y la otra casi: ¿cómo es posible que el asentamiento de una casa produzca dos grietas tan parecidas? Pues era así, lástima no tener fotos.

Y en el comedor también había grietas. Ay, Dios mío, qué mal llevaba yo aquello. Lo llevaba tan mal que no quería que ninguna compañera del colegio fuera a mi casa. ¿Por qué mis padres no empapelaban la casa? ¿Por qué no arreglaban aquello? ¿Por qué los padres de los demás tenían sus casas coquetas y arregladas y los míos no?

Bueno, todos los días me iba a la confitería al salir del colegio y me compraba un dulce, el que quería. Y mis bocadillos matinales eran de un jamón fantástico o de salchichón de Vich. La gente tenía casa en la playa y demás, mi padre aparecía de vez en cuando con regalos para todos: ahora un reloj, no cualquier reloj, no, ahora con una joya. Mi madre tenía grietas en el techo y el frigorífico en el salón pero no le faltaba el abrigo más chic, ni el bolso más exquísito. Ni a nosotros. “Amanda, salimos mañana con ellas y les compramos...” Mi madre asentía, claro, y allí que nos íbamos a la zapatería, o la boutique o a dónde fuera. Recuerdo un abrigo de cheviot precioso, a mi gusto, porque nos dejaban elegir.

Eran personas sencillas (qué palabra más bonita), bueno, lo eran de verdad, cosa que entonces yo no entendía. Hicimos la comuníon; mi hermana y yo hicimos la comunión juntas con otros niños, (recuerdo que yo leí un fragmento del Libro del Deuteronomio), pues al acabar la ceremonia el sacerdote se dirigió a mis padres y los felicitó, los felicitó porque mi hermana y yo íbamos vestidas de corto, con un traje blanco y azul de flores delicadísimo, precioso, pero la mar de sencillo, y corto. ¿Qué niña no quería ir ese día con un traje largo y pomposo de blanco? Pues todas iban así menos mi hermana y yo, y en la cabeza llevaban diademas de flores y casquetes y todo eso, y nosotras un pasador de pedrería blanco y ya está.

¡¡¡Anda que la vida no me ha ofrecido ocasiones después de ponerme de largo!!!! Pues creo que sólo lo hice en la boda de mi querida Violeta, y en el diseño me ayudó mi madre. Le encantaban las telas. Era sencillísimo, una tela negra preciosa, sedosa, con una caída suave y unos tirantes en la espalda que ella me ayudó a elegir verdaderamente bonitos.




A mi padre le gustaba el fútbol. “Esta tarde juega la selección... ¿te apetece venirte?” Yo estaba deseando que me lo dijera: “pues claro”. Y nos íbamos los dos, porque era a los únicos que nos gustaba. A veces nos encontrabamos con algún amigo suyo allí, otras no. Y yo recuerdo que iba de su mano, yo fui de la mano de mi padre hasta los doce años y pico. Me acuerdo de pensar “soy ya muy mayor para ir así, las otras niñas ya no van de la mano de nadie”, pero a mí me daba igual, por ahí sí que no pasaba, yo iba de la mano de mi padre, ni vergüenza ni leches.
Luego vino la adolescencia, y ahí las Leyes pesaban mucho, y ya no salía con mis padres. Bueno, todo tiene su momento, después vuelves.

Él era del Madrid, yo también, como no podía ser de otra manera. Veíamos los partidos juntos por la tele. No recuerdo ver al Madrid en La Condomina pero sí que recuerdo la tarde en que jugamos con el Barsa y ver a Croiff en sus mejores tiempos.

¿Qué hacía el frigorífico en la comedor? Tampoco aquello me gustaba nada (ahora me encanta). Pues muy sencillo, la cocina era pequenísima, así que no cabía, pero aquello no era un salón normal, y yo quería un salón normal. “¡Qué tonta más grande!”, como decía algunas veces mi madre, entre la compasión y el humor, cuando la gente era verdaderamente tonta.

Cuando nos cambiamos de casa, ya en la adolescencia, recuerdo que mi madre estaba como loca porque iba a tener una cocina grande y estupenda. Y así fue. Y recuerdo también llorar y llorar porque no me quería ir de aquella casa, y encerrarme a escuchar a Rachmaninoff. Aquella tarde no tenía consuelo. Vivíamos en el Nº8.