Mariplatónica desde 1996 y antes

He conseguido ser de muchos pocos como decían mi padre y mi abuela

domingo, 11 de enero de 2015

En alguna parte, en algún momento.

Hace unos días vi a Zu.
El primer viaje que hice al extranjero, siendo una jovencita, fue a la tierra de Zu.

Muchos años después, leyendo un artículo de un dominical, de ésos en los que sus autores cuentan cosas más o menos cotidianas, me di cuenta de algo que no había nunca concretado en mi cabeza.
En el artículo, el escritor decía que el primer viaje al extranjero es el primer viaje, el viaje del descubrimiento, el viaje donde uno, y esto lo digo yo, sale de sí mismo y se encuentra a sí mismo (al menos un poco o de otra manera); en definitiva, un viaje único, irrepetible, iniciático.

Y comprendí profundamente que mi primer viaje había sido justo eso sin yo saberlo. Bueno, más o menos lo supe, pero tardé unos cuantos años en comprender su alcance. Y aquel artículo me ayudó a ello, y ya no me acuerdo de quién era pero le estoy muy agradecida, y ya entonces lo saborée y se lo agradecí.

Para empezar fue especial por los seres queridos con los que estuve, y luego por todo lo demás.

Recuerdo dos momentos sobre todo. 

El primero fue uno de los momentos más sencillos de mi vida.
Me encontraba en la habitación de Zu, en una casa en los alrededores de Heidelberg, donde ella estudiaba, casa que compartía con dos compañeras. Era una mañana soleada de verano, un sábado, creo. Yo miraba por la ventana, estaba sola (no sé dónde se habían metido Moh, Alfoso y Zu, pero allí no estaban, habían salido a alguna parte); en la habitación de al lado, y muy fuerte, la compañera de Zu, Cris, había puesto un disco que la traía loca, locura que a mí me contagió. Y sonaba la canción estrella: Who side are you on?
Me encantaba esa canción, me gustaba un montón no sé por qué, pero era así. Entonces, apoyada en el alféizar de la ventana, mirando el jardín de los alrededores, comencé a silbarla, y un hombre que limpiaba domingueramente su coche, miró hacia arriba, hacia mí, y me sonrió.
Y yo le sonreí también un poco tímida, como si me hubiera pillado por sorpresa en no sé muy bien qué.
Y yo no sé qué me pasó, porque no fue asunto amoroso en lo más mínimo, simplemente me percaté de una felicidad muy ligera, las cosas no pesaban nada, la vida no pesaba nada, y tuve una sensación que no he vuelto a tener, o no así.
Así que si existe eso que cuentan de los túneles al final de la vida, este momento se me aparecerá, digo yo.
Y si no, es suficiente con haberlo vivido.




                                                   
                                        
                                                 
                                         


 Y el segundo momento fue en la habitación de Cris.


Cris se estaba pintando las uñas. Aquello me rompía los esquemas.
Yo, inmersa en una especie de magma generacional entre sobrio e intelectual (más o menos), no me podía plantear, ni remotamente, pintarme las uñas: eso era de chicas tontas que no podían hacerse valer intelectualmente o culturalmente (o de otra forma digna y sublime), y que, renunciando a ello, se entregaban más o menos conscientemente a la forma de ser que sólo les era posible, estuvieran a complejadas o no.
Y encima eran las uñas de los piés.
Y yo la miraba asombrada de que se las estuviera pintando tan tranquila sin complejo de ninguna clase. La admiré.
Así que a las pocas horas le pedí el pintañuñas y yo también me las pinté. Y me quedé en la gloria.
Y todos los veranos de mi vida desde entonces me pinto religiosamente las uñas, las uñas de los piés.

                                            



                                                     
A Zu le encantaba un disco de Pino Daniele, y nos lo descubrió. Dejo aquí una canción preciosa que años después seguía escuchando por tierras italianas.