Un sábado por la tarde de invierno de hace muchos años me
encontraba en la cama con fiebre por la gripe. No me solía dar
fiebre alta, pero esa vez la cogí fuerte.
Todos mis amigos estaban en la calle, por los bares, donde fuera, y
yo allí, en la cama, perdiéndome lo que quiera que estuvieran
haciendo.
Recuerdo que no estaba en mi habitación porque en mi habitación no
había tele, y para no aburrirme, me fui a otra habitación donde
había una pequeña tele casi desechada en blanco y negro. Pues bien,
me zampé lo que ponían.
Y en ésas, comencé a ver una película de John Travolta, con lo
“hortera” que era y lo mal que quedaba ver una película de él,
y que encima te gustara. Pero ya no es que aquella película me
estuviera gustando, es que me estaba transformando. Si, conforme iba
avanzando yo me iba diciendo “pero qué película más extraña y
más buena, pero qué película más especial, ¿qué es lo que estoy
viendo?”. Y aquello iba en serio, la película no eran ninguna
tontería, no era Grease, no era una película rosa, nada de
eso, era una película muy profunda que te iba envolviendo (al menos
a mí), atrapando... envolviendo mucho. Bailaban, sí, y el baile era
un protagonista muy extraño, pero alrededor del baile había una
atmósfera, cómo decirlo, gris y real que te abría los ojos. Y sin
embargo, había también luz en todo aquello. Era triste, muy triste,
pero transmitía una especie de serenidad y de vitalidad a su manera.
Me afectó.
Y yo me decía: “¿estaré afectada por la fiebre o es que esta
película es así de rara?”
Todavía no lo sé bien. Creo que fueron las dos cosas pero más lo
segundo, desde luego, aunque sin esas circunstancias anormales
aquello no hubiera sido lo mismo, así que aquella gripe estuvo bien.
Desde entonces adoro a John Travolta y siento por él un respeto
reverencial.